Hoy no vas a tener un final feliz

Tobias Di Pretoro
8 min readMay 15, 2023

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La habitación me acuerdo que era completamente blanca. Vacía. Lisa a mi alrededor e iluminada desde una fría y distante luz bien por encima de mi cabeza, como la sala de Matrix. Sin embargo, había notado cierta comodidad. No podía sentir ni frío ni calor. Ningún pequeño bicho que me molestase o desconcentrase. Parecía que, esta habitación, podía entenderme y adaptarse a mis necesidades inconscientes.
Escuchaba nada más que mi propia respiración. Una respiración despreocupada. La calma, la paz y mi serenidad habían reinado en aquel espacio. Parecía un regalo. El presente mismo que quería sanar heridas del pasado, el cual, no había tenido piedad. Aun así, estaba sintiendo una nueva felicidad por aquella tranquilidad.
Me había sentado y me fue imposible evitar tal risa intrépida mientras me acostaba y observaba la nada. Por fin, después de tanto tiempo, en un lapso casi infinito de perturbaciones podía sentir la infinidad de la nada… o un todo que nunca llegué a comprender.
Curiosamente, estaba vestido con una simple túnica grisácea y liviana, que me sujetaba con un humilde cinto de una tonalidad más clara. También iba descalzo, pero no sentía los pies fríos ni mucho menos, era la comodidad absoluta.
Después de un tiempo noté que en una de mis manos tenía un libro. El encuadernado era totalmente sencillo, incluso, parecía un diario. Liso. Que se camuflaba perfectamente con la ropa que traía puesta. En él, no había título, el lomo no dictaba nada y la contratapa tampoco. Lo observaba y lo observaba y mi curiosidad quería abrirlo cuando por ninguna razón se me ocurrió levantar la vista al horizonte. Y ahí fue cuando noté algo. O, mejor dicho, alguien.
Llevaba ropa regia, militar o de rey, no podía diferenciarla. Blanca, pulcra con unos matices anaranjados y amarillos. Una caminata soberbia que embriagaba un egocentrismo asqueroso y ondulaba su majestuosa capa del mismo color que su traje. Podía reconocer esa deambulación perfecta, con la mirada en alto, brazos atrás que estaban ocultando algo y pecho bien inflado.
A medida que avanzaba, me recorría un miedo que, poco a poco, emergía de mi pecho. Me había parado rápidamente, para que casi al instante reconocer un error garrafal. Las palpitaciones retronaban frenéticamente, una hiperventilación que buscaba aire por donde sea, la ansiedad había emergido y esa serenidad, que creía reinar, se evaporizó. Destruida de una manera tan bruta y fugaz.
Había querido llorar, pero no podía. Gritar incluso, pero el nudo en mi garganta era tal que me hacía mudo. Necesitaba, realmente necesitaba hacer o decir algo para quebrar ese momento, para sentir algo, una minúscula emoción de liberación. Pero solo había podido acurrucarme y sentirme como un bicho bolita.
La tortura en mi mente no me dejaba pensar. Quería cerrar los ojos y desaparecer. No podía. Tan paralizado. “Tan solo… tan sufrido” se escuchaba a la lejanía con una voz metálica.
A medida que avanzaba, podía reconocerlo. Esos tintes amarillos eran, en realidad, dorados. Detalles de su ociosa vestimenta con hombreras y flecos militares.
Su cara no reconocía el poder del tiempo, pues su antigüedad no se vinculaba para nada con su físico. No tenía ninguna arruga. Estaba excelentemente afeitado, una fina sonrisa impía que deleitaba el disfrute de hacer las cosas sin el más mínimo de los errores.
Era el rostro de alguien que no aceptaba imperfecciones.
Su pelo era más bien corto, a juego con su uniforme. Sus ojos ámbares destellaban mientras me apuntaba solemne con la vista, como si él fuera el amo en una batalla de miradas fijas.
En ellos podía notar una pequeña tormenta de deleite.
Se había parado frente a mí y dejó de caminar con sus brillantes botas negras. Era unos centímetros más alto que yo y su porte como el de un rey. Mantuvimos una mirada seria y poco a poco notaba que sonreía con aires intimidantes.
“Querido…” Empezó a hablar Aversión “¿Otra vez acá? ¿Qué te dije? No podés reprimirme, porque siempre estaré. No podés destruirme, porque siempre me volveré a componer.” Me sentí completamente desnudo y más incómodo de lo que estaba cuando miró rápido mi apariencia. Al llegar a mis pies, noté que había bufado con desaprobación y prosiguió con su discurso. “Aun cuando creas que ¡Por fin alcanzaste esto! ¡Un ridículo lugar de paz! ¡JA! Estaré acechándote diciendo que podrías haber hecho más. Dado más, que no alcanzaste lo que quisiste, que sos en realidad un cobarde. ¿Todas esas noches que tuviste la oportunidad? Desperdiciadas. Porque sos un desperdicio. No sos tanto como otros, todos tienen alguien mejor que vos. Que un débil cobarde” A medida que hablaba parecía que me había vuelto chiquito… o él más grande.
Sus ojos se volvieron más eléctricos, energizando su discurso. Cada vez entonaba más rápido y rugía. Rugía como una tormenta descontrolada. “No podés destruir el odio que te tenés…” En ese entonces, mis extremidades fallaron, agarré su hombro con suplicio, con una desesperada ansiedad tal, que me helaba las manos, Una ligera transpiración fría que recorría por mi espalda, palmas y dedos. Sentía como me costaba respirar más y más. Dando bocanadas de aire. Mientras él seguía gritando. “… No podés escapar ¡JA! Ni siquiera controlar en absoluto tus inseguridades. Tan…” Me decía mientras me acariciaba con malicia “débil. Déjame que me la lleve, no temerás nunca más de nada y de nadie” Reía. Reía de sus codiciosas mentiras. Tan dulces como inciertas. “No sentirás esa ansiedad, ese dolor al respirar, serías una persona fuerte ¡JA! Mira tus ojos, esperanzados, sí… fuerte y libre…” Continuaba mientras se me abalanzaba para abrazarme. No cariñosamente, sino con desdén. Notaba un dulzor en la boca. Casi podía saborear la pérdida de no sentir más miedo, frustración, del desgano al levantarme una vez más, sabiendo que pisando el frío suelo de mi habitación, la rutina se llevaría mis sueños no alcanzados o metas perdidas. La dureza de no creer en ser capaz de lograr grandes cosas. De no atreverme.“Ya sufriste lo que tenías que sufrir. Yo me hago cargo que nunca más lo sientas. Dame esa culpa, ese remordimiento” Había sentido aquella paz… y el sentimiento de que todo sería más fácil.
Me había recorrido ese estado de paz. Esa vigorizante emoción de no preocuparme sobre qué hacer y el peso de la mirada ajena respecto a eso. Había sido un reencuentro con la libertad de culpa que antes carcomía y corrompía mi ser.
¿Tan malo era lo que quería? Paz, tranquilidad, comodidad. Valerme por mi mismo. Creía que no, que lo merecía, estaba totalmente justificado, llevaba una mala racha de experiencias que no habían ayudado en animarme a lanzarme.
Sin embargo, ese no era el camino. Recortar el tramo importante, el que de verdad cambia y transforma al Ser, ese pequeño milagro de aprender para ser mejor, lo pude haber perdido si aceptaba la oferta.
Fue ahí cuando sentí que algo había salido dentro de mí y me sacó de ese estado somnoliento de disfrute. No podía ver nada por el lagrimeo de mis ojos, pero me empujó con tal fuerza, tal magnitud, que vergonzosamente me tropecé y me caí. Me limpié los ojos y vi quién me había librado de ese estado.
Era la contrapartida genuina de Aversión.
Tenía un aspecto cansado y desprolijo. Mientras que Aversión parecía ser un rey o general de alto rango por como vestía, este vestía simple y humilde.
Su pelo era largo y desganado de un color negro opaco. Se podía notar a simple vista sus duras cicatrices en la cara. Pero aún más visible era la grave musculatura que detonaba. Aunque parecía flaco dado a sus ropajes holgados, conservaba una corpulencia vasta.
Por otra parte, Sus ojos eran de un azul zafiro. Brillantes, duros y, sobre todo, distantes. Parecía ver más allá de quien tenía enfrente. Vestía con un tradicional traje nipón del color de sus ojos. Con su haori y hakama. El pecho, sin embargo, lo llevaba parcialmente descubierto en vistas de un gran corte profundo que cubría horizontalmente de punta a punta.
Luego de que me llevara un tiempo reconocerlo, supe quien era.
Era Virtud. Una combinación de personajes de libros con una sabiduría inmensa. Mostraba una tenacidad impecable, dando pasos firmes y tranquilos. No sonreía, pero se mostraba confiado. Por fin quebró el silencio y la tensión de miradas. “Me lastima saber que nunca comprenderás el Camino.” Comenzó. “Nunca intentarás hacer algo porque te domina el miedo. Tu falta de disciplina y espíritu para embellecer tu jardín, que se ve imbuido en un terror de saber que las cosas no serán perfectas, porque, naturalmente, no existe tal cosa.” En ese momento, había comenzado a sentirme más fuerte. Sobrepasar ese estado vegetativo y reencontrarme con mi cuerpo. A concientizarme de lo que pasaba. “Así que, lo único que puedes perfeccionar es tu terrible mentira, sagaz, por cierto. De cubrirte en la soberbia y priorizar una exigencia dura, muy dura contigo mismo. De no hacer nada. Porque si haces, tienes la posibilidad, por más pequeña que sea, de que no salga como vos quisiste. Esa idealización.” Mientras más hablaba Virtud, podía sentir poco a poco una tranquilidad particular. No ensoñada como antes sino una férrea, real, que se apoyaba de algo. “… De que se burlen de tu inocente falla, de demostrar quién sos y qué es lo que querés. Este Camino elegido inició cuando caíste ante tu primer error y no volviste a levantarte, quedándote así, de rodillas a la espera de que alguien te salve, pero nadie vino dado que los alejaste debido a tu insufrible manera de vivir. Así que quedaste solo, amargado y con el peso de un fallo tan colosal que llevabas en tu espalda, el cual nunca te quitaste y te colapsó: el no volver a levantarte e intentarlo de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo…” Paró de hablar cuando llegó bien en frente de su contrincante. Nariz con nariz, lagrimeando por sus palabras, pero controlando sus emociones, alzó delicadamente su mano hasta la mejilla de su rival, el cual estaba entumecido y envejecido. Palpó su cachete mientras hablaba “Sé que vivimos en un eterno enfrentamiento, nunca venceremos, pero sí dominaré durante un tiempo. Hasta que vuelvas como el monstruo que sos” Llevó su mano al cuello de Aversión y empezó a estrangularlo no sin antes unas palabras de su inmortal rival “No… no podés hacerme esto… yo soy perfecto…”
De su mano sacó un cuchillo marmoleado con el cual estaba intentando atacar a Virtud. Si bien pudo hacerle un buen tajo, se le iba resbalando por lo que parecía falta de fuerza. Cada vez se volvía más viejo. Frágil. Marchito.
“Hoy no vas a tener un final feliz” Determinaba Virtud luego del penoso acto de Aversión. “Pues él ha fallado” Decía mientras me apuntaba. “Y se ha levantado como es debido. Sobrevivió a tu tormento y ya es tiempo de descansar” Me miraba con una sonrisa y achicando sus ojos “Hijo mío, es momento de que dejes de llorar, laves tu cara y te levantes. Y cuando caigas, te levantes de nuevo. No somos seres invencibles…” Aversión por fin se marchitó amargamente hasta convertirse en cenizas. Ahí, el sujeto vino amablemente hacia mí, me levantó, dio un cálido abrazo y noté que empecé a llorar de alegría. “No prometo que dejará de venir” Dijo mientras su mirada volteaba al cúmulo de cenizas. “Pero sí sé que mientras yo exista, mientras mantengas íntegro lo que soy, no podrá hacerte nada.” Aunque quería decir tantas cosas, de mi boca no había salido nada. En el fondo sé que él sabía eso y por tanto sonreía “Es duro, sí. Pero… no somos seres del fin, sino de nuestro río que vamos navegando ¿O acaso no notas la infinidad de tu horizonte? Navega por mí y sonríe, que sigue tu camino” Y desperté.

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Tobias Di Pretoro

Escribir como forma de expresarme, la manera en que logro darle vida a mis sueños e ideas.